De repente, ya no existía nada más oscuro en mis ojos. Mi corazón de 11 años se agitó en el pecho asustado.
- ¡Mi San Jesús del carnerito en las espaldas, ayúdame!
La luz crecía más. Y más. Y cuanto más crecía, el miedo aumentaba hasta tal punto que si yo hubiera querido gritar no habría podido hacerlo.
Todo el mundo dormía tranquilamente. Todas las habitaciones cerradas respiraban el silencio.
Me senté en la cama y apoyé mis espaldas en la pared. Mis ojos parecían querer salirse de las órbitas.
Deseaba rezar, invocar a todos mis santos protectores, pero ni siquiera el nombre de Nuestra Señora de Lourdes salía de mis labios.
Debía ser el diablo. El diablo con el que tanto me asustaban. Pero si era él, la luz no tendría el color de la lámpara, y sí el del fuego y la sangre, y por cierto que habría olor a azufre. Ni siquiera podría llamar en mi auxilio al Hermano Feliciano, el querido Fayolle. En ese momento debía de encontrarse en el tercer sueño, roncando bondad y paz, allá en el colegio Marista.
Sonó una voz suave y humilde.
- No te asustes, hijo mío. Solo vine para ayudarte.
El corazón ahora latía contra la pared, y la voz salió fina y asustada como el primer canto de un gallito.
- ¿Quién es usted? ¿Un alma del otro mundo?
- No, tontito.
Y una risa bondadosa resonó en la habitación.
- Voy a encender la luz, pero no te asustes porque no te sucederá nada malo.
Dije que sí, indeciso, pero cerré los ojos.
- Así no vale, amigo. Puedes abrirlos.
Arriesgué abrir primero uno, después el otro. La habitación había adquirido una luz blanca tan linda que pensé que estaba muerto y me encontraba en el paraíso. Pero eso era imposible. Todos en casa decían que el cielo no era para mi edad. La gente como yo iba derechito a las calderas del infierno, para asarse allí.
- Mírame. Soy feo, pero mis ojos solo inspiran confianza y bondad.
- ¿Dónde está?
- Aquí, al pie de la cama.
Me fui aproximando a la orilla y cobré coraje para mirar. Lo que vi me llenó de pánico. Quede tan horrorizado que el frío me traspasó toda el alma como si fuese un trozo de hielo. Temblando volví a la posición anterior.
- Así no, hijo. Sé que soy muy feo, pero si me tienes tanto miedo me voy ahora mismo, sin ayudarte…
Su voz se había transformado tanto en una súplica que resolví contenerme. Pero me arrastré a su lado muy lentamente.
- ¿Por qué ese miedo?
- Pero ¿usted es un sapo?
- Y ¿Qué hay con eso? Sí, lo soy.
- Pero ¿no podría ser otra cosa?
- ¿una víbora? ¿Un yacaré?
- Lo preferiría, porque las víboras son muy lindas y lisitas. ¡Y los yacarés nadan tan elegantemente!
- Discúlpame, pero no paso de ser un pobre y amistoso “sapo-cururu”. Bien, si eso te hace daño, me voy enseguida. Paciencia. Sin embargo, repito que es una pena.
Me sentía tan triste y emocionado que estaba a punto de llorar. Aquello me conmovió, porque yo era tan débil que, cuando veía que una persona lloraba o sufría, en seguida se me llenaban los ojos de lágrimas.
- Está bien. Pero déjeme respirar más hondo, que después hasta me podré sentar; ya comienzo a acostumbrarme a usted.
Realmente las cosas empezaban a cambiar. Quizá por el brillo manso de sus ojos y por la actitud quieta de su cuerpo grotesco.
Arriesgué una frase de simpatía. Una frase que me salió medio tartamudeada. Algo me aconsejaba tratarlo de usted.
- El señor, ¿Cómo se llama?
El sonrió. Estaba claro que le admiraba ese tratamiento. Pero no ocurría a diario encontrar un sapo parlante. Y eso obligaba a cierto respeto de mi parte.
Se rascó la cabeza y respondió:
- Adán.
- ¿Adán qué?
- Adán, simplemente. No tengo apellido.
Su suavidad me golpeó por dentro nuevamente. ¿Por qué diablos tendría que emocionarme hasta con un sapo?
- ¿No quiere usar el mío? A mí no me importaría. Mire qué lindo queda: Adán de Vasconcelos.
- Gracias, amiguito. En cierta medida, voy a vivir tanto contigo que, indirectamente, estaré participando de tu nombre.
¿Había yo entendido bien lo que decía? ¿Vivir conmigo? ¡Dios del cielo, Nuestra Señora de las Mangabas! Si mi madre adoptiva lo llegaba a ver en mi habitación daría un grito tan grande que resonaría hasta en la playa de Punta Negra. Después llamaría a Isaura para que trajera una escoba y arrojara a Adán escaleras abajo. Y como si todo eso no bastara, Isaura aún tendría que tomar a Adán por sus patitas y arrojarlo por la balaustrada de Petrópolis.
- Adivino todo lo que estás pensando. Pero no existe ese peligro.
- ¡Menos mal! – yo respiré aliviado.
- Y a ti, ¿Cómo deberé llamarte? ¿Zezé?
- Por favor…Zezé ya no existe. Era un niño tonto, hace mucho tiempo. Era un nombre de muchachito de la calle….Hoy he cambiado mucho. Soy un niño educado, bien arreglado..
- Y triste. Muy triste. Eres, quizás, uno de los niños más tristes del mundo ¿no?
- Así es.
- ¿Te gustaría volver a ser Zezé?
- Nada retorna en la vida. Aunque, de alguna manera, me gustaría. De otra, no. Eso de recibir tantas palizas y de pasar hambre…
Retornaba aquel viejo dolor que siempre me quería perseguir. Volver a ser Zezé… a tener una planta de naranja-lima….perder nuevamente a Portuga…
- Confiesa la verdad ¿No te gustaría, de verdad? En aquel tiempo tenías algo que no sientes desde hace mucho tiempo. Una cosa pequeña y muy linda: ternura.
Confirmé con la cabeza, desalentado.
- No todo está perdido. Todavía tienes la ternura de las cosas; de no ser así, no estarías conversando conmigo.
Hizo una pausa y comentó muy seriamente.
- Mirá, Zezé, yo estoy aquí para eso. Vine a ayudarte. A ayudarte a defenderte en la vida. Y no vas a sufrir tanto por ser un niño muy solitario…y estudiar piano.
¿Cómo había descubierto Adán que yo estudiaba piano? ¿Y que ése era uno de los mayores martirios de mi vida?
- Lo sé todo, Zezé. Por eso vine. Voy a vivir en tu corazón y protegerlo ¿No me crees?
- Sí, lo creo. Una vez tuve un pajarito dentro del pecho, que cantaba conmigo las cosas más lindas del mundo, de la vida.
- ¿Y qué fue de él?
- Voló. Se fue.
- Entonces, eso significa que tienes una vacante para abrigarme.
No sabía que pensar. No podía garantizar si soñaba o vivía una locura. Era flaquito y tenía el pecho achatado allí donde las costillas se combaban. ¿Cómo iba a caber dentro un sapo tan gordo? Nuevamente él adivinó mis pensamientos.
- En tu corazón me volveré tan pequeñito que ni siquiera me vas a sentir.
Viendo mis dudas, explicó mejor.
- Mira, Zezé, si me aceptas, todo va a ser más fácil. Quiero enseñarte una vida nueva, a defenderte de todo lo que es malo y a barrer pronto esa tela de tristeza que siempre te persigue. Descubrirás que, aun estando solo, no sufrirás tanto.
- Eso ¿es tan necesario?
- Lo necesitas para no ser en la vida un hombre solitario. Viviendo en tu corazón, un nuevo horizonte se abrirá en ti. Enseguida notarás una metamorfosis en tu vida.
- ¿Qué es una metamorfosis?
- Un cambio. Una transformación.
- ¡Ah!
La verdad es que yo sabía también que había perdido todo miedo y repugnancia al sapo-cururu. Parecía como si fuéramos amigos desde hace doscientos años.
- ¿Y si acepto?
- Es que vas a aceptar.
- Y ¿qué deberé hacer?
- Tú, nada. Yo, sí. Solo necesitarás tener mucho coraje y decisión para permitir que yo penetre en tu pecho.
Me eché a temblar como si una corriente eléctrica me raspase los pies.
- ¿Por la boca?
- No, tonto. No podría pasar.
- Entonces ¿Cómo?
- Tú cerrarás los ojos y yo me acostaré en tu pecho para ir penetrando lentamente…
- ¿No duele?
- ¡Nada! Descenderé sobre tus ojos como una gran somnolencia.
Luchaba contra mi miedo. Llegaba a sentir sobre mi piel el frío helado de su vientre viscoso. Adán volvió a leer mis pensamientos.
- Dame la mano.
Obedecí, con frío sudor.
- Vas a sentir que también la mía es suave.
Había ocurrido un milagro. La pata del sapo había crecido hasta tener el tamaño de mi mano, y poseía un calor amigable y tierno.
- ¿Has visto?
Con mis dedos recorrí toda su palma. Me sentía perplejo.
- ¿Usted también estudia piano?
Rió gozosamente.
- ¿Por qué?
- Porque no tiene ni siquiera un callo en la mano. Yo tampoco; no puedo subir a un árbol, golpearme los dedos, ni siquiera hacer sonar las articulaciones. Todo está prohibido, para que no se arruinen mis estudios de piano.
Suspiré, desalentado.
- ¿Estás viendo? Necesitas de mí.
- ¿Y algún día podré dejar de estudiar piano?
- ¿Tanto detestas la música?
- No es que no me guste, no. Lo que no me agrada es pasarme la vida encima de las teclas. En un sinfín de ejercicios, de escalas que no acaban nunca.
Entonces recordé una cosa.
- ¿Sabe, señor Adán? Lo que sí me gusta es tocar la escala cromática.
- Ya lo sé, señor Zezé.
Ahora descubriría que nuestra intimidad prohibía que yo lo tratara de usted.
Los dos reímos al mismo tiempo.
- ¿Será cierto que me vas a ayudar a dejar de estudiar el piano?
- Bueno, mira, Zezé….eso no te lo puedo asegurar. Pero tal vez haga alguna cosa para que no continúes sufriendo mucho.
- Ya es algo.
El me miraba desde abajo, con cierta insistencia. Miró el reloj de pulsera, como recordándome que las horas pasaban.
Ya no titubearía. Solamente el hecho de no tener que mortificarme más con el piano me hacía anticipar la decisión.
- ¿Qué debo hacer?
- Desabróchate el saco del pijama y no tengas miedo.
- No lo tendré.
- Ahora debes ayudarme. Tira al suelo la punta de la sábana y colócame encima.
Hecho. Ahora Adán se encontraba bien cerca de mí. Con la proximidad de la luz, sus ojos adquirían un azul de cielo, cuando el cielo se pone bien azul. Ya no lo encontraba tan feo y desagradable.
- Solamente quiero que me digas la verdad. ¿Va a doler?
- ¡Nada de nada!
- Pero, ¿ no vas a comerte mi corazón?
- Voy. Pero va a ser tan dulce como si masticase una nube.
- ¿Y si un día mi padre me aplica los rayos X?
- Nadie lo descubrirá. Porque con el tiempo yo voy a transformarme en un corazón igual al que tenías anteriormente.
- Quiero verlo todo.
- ¿No prefieres dormir?
- No. Voy a recostarme en la pared y a quedarme medio reclinado, para poder ver mejor.
- Entonces, voy a hacer que tus oídos escuchen una música muy linda.
- ¿Puedo elegir?
- Si que puedes.
- Quisiera oír la “Serenata” de Schubert; o “Reverie”, de Schumann.
- ¿En el piano?
- Sí.
Adán pasó las manos por mis cabellos y sonrió.
- ¡Zezé! ¡Zezé! Confiesa que no odias tanto al piano.
- A veces hasta me parece lindo.
- ¿Vamos?
- Bueno.
La música comenzó a sonar, bellamente. Adán se acostó sobre mi pecho y todo era suave como una brisa.
- Hasta luego.
Vi que él apoyaba la boca en mi pecho y comenzaba a penetrar. No había mentido. No dolía nada y todo sucedía rápidamente. A poco, sólo quedaban sus patitas desapareciendo en mi carne. Pasé la mano sobre el lugar y todo había quedado lisito. Sin embargo, mi corazón latía ansiosamente. Quedé esperando un poco y no resistí más.
- Adán ¿estás ahí?
La voz venía ahora desde más abajo.
- Sí, Zezé.
- ¿Ya comiste mi corazón?
- Lo estoy comiendo. Pero no puedo hablar con la boca llena.
Espera un poco.
Obedecí, contando con los dedos. Iba a ser formidable. Nadie podría adivinar que yo no tenía un corazón común, sino un sapo muy amigo.
- ¿Ya está?
- ¡Listo! Estaba sabroso. Ahora necesitas dormir y mañana será un nuevo día.
Me desperté todo lleno de felicidad. Estiré la frazada para calentar mi pecho y mi sapo amigo, que latía acompasadamente y sin miedo alguno.
De pronto, una cosa me hizo sentar de sopetón en la cama.
- ¿Qué pasa ahora, Zezé?
- Es que te olvidaste de apagar la luz. Esta es diferente.
- Ya te enseño. Hincha bien los carrillos y sopla.
Obedecí, y todo volvió a ser oscuro en mi cuarto. El sueño llegaba cerrando mis párpados pesadamente. Yo sonreía.
- Adán ¿Ya te dormiste?
- No, ¿Por qué?
- Gracias por todo. Puedes llamarme Zezé a cada momento. Aunque algún día sea un hombre. Puedes hacerlo porque me gusta, ¿está bien?
La respuesta venía desde lejos, lejos….casi ni se escuchaba.
- Duerme, hijo, duerme. Duerme, que la infancia es muy linda.
"Vamos a calentar el sol"- Primera Parte: Maurice y yo. Capítulo 1. Del autor, José Mauro de Vasconcelos. Editorial El Ateneo.